Había una vez un gato, negro con las patas blancas, que era mi mejor amigo, hasta que un día lo tiré adentro de la lavadora encendida. Nunca me hablo. Supongo que si algún día sintió ganas de hacerlo, después del incidente quedó tan ofendido que decidió no intentarlo jamás.
Meses después se le ocurrió morirse mientras yo me bañaba en mi piscina, y mi abuela me retaba por sacar el agua y ahogarle los rayos de sol fucsia que eran su adoración. Yo no me enojé con él. Y eso que su desaire fue mucho más grande que el mío. Mientras fui niña siempre deseé morir.
Me acuerdo que un día arrastré una silla junto a la cómoda de mi abuela. Me arrodillé en ella y rece frente a sus figuritas. Habían dos vírgenes plásticas. Una blanca, que tenía pintado un manto celeste y otra completamente café. Y una estatua pequeña de la Piedad, en ese momento no sabía que era una imagen conocida, solo tenía órdenes de no quebrarla porque era del mismísimo Baticano. Tampoco sabía que era el Baticano. Pero no la quebraba porque la había traído una señora fea que yo no quería volver a ver. Nunca he encontrado la hermosura en las personas.
La imagen y semejanza hacía que las figuras me parecieran igual de horribles y me dieran miedo. Creo que me gustaba esa sensación porque me quedaba horas mirándolas y pidiéndoles que me matarán. Recuerdo que ese día tomé unas monedas que estaban sobre la cómoda y las fui tragando una a una, como se hace en misa. Este es el cuerpo del señor y no se debe masticar.
Como deben suponer, siempre y cuando no sean unos místicos que creen en los mensajes del más allá, mi plan maestro falló. La fe absoluta rara vez da resultado. Una vez tragadas las monedas, caminé ceremoniosa por el pasillo, me acerqué al sillón donde dormía mi abuela y la abracé. Siempre estuve enamorada de su olor. Ella despertó y me abrazó también. Ahí se me ablandó el corazón y le conté de mi plan. Ella se enojó mucho, me zamarreo, me hecho garabatos y me dio un zumo de papá con limón, que me hizo pasar toda una tarde en el baño y me ayudó a comprobar que el cuerpo del señor es indestructible. Recordé en el acto por qué quería morir y por qué hay que desconfiar de la gente. Sobre todo de mí que desde niña he sido buena.
Ya de grande, leí que el mundo de los niños se divide entre buenos y malos. Eso lo decía un antropólogo muy estudioso que miraba con ternura e indulgencia la cultura de sus tribus que hacían la misma división. A los veinticuatro años la taxonomía sigue siendo la misma. Yo soy buena, mi madre es mala. Mis amigos buenos están tristes. Mis amigos malos también, pero no lo alcanzan a notar.
Un día me sentí mala. Saqué las muñecas de la barrica donde las guardaba y las senté en la alfombra. Les expliqué que yo no las había pedido y que de momento, pensar en darles un nombre o en cuidar de que sus cabezas y brazos permanecieran en su sitió era demasiada responsabilidad.
Les conté que pensar en que sus cuerpos sintieran frio, no me dejaba dormir. Hablé de la culpa que sentía por no prestarles suficiente atención. Y lo que es peor, por no quererlas realmente. Les hablé de la soledad. Tomé en brazos a una muñeca calva que siempre me había producido compasión y toqué su cabeza fría. Miré los ojos pestañudos de las demás muñecas e imagine sus buerlas. La abrace fuerte y la miré de lejos. Y pude comprender que a mí también me desagradaba. Y que su cabeza calba me sugería tanta anormalidad que ya no aguantaría tenerla en brazos. La tomé de los pies y golpeé su cabeza contra el sillón de madera. Acto seguido me puse a llorar. La acurruqué y la llené de besos. Le juré que nunca más volvería a pasar. Hasta el día de hoy me siento culpable.
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